El espacio, tal como lo percibimos, parece ser un vacío que separa objetos, personas y cosas. Nuestra percepción nos permite interactuar con un mundo material al cual vamos dando forma, y ese lugar, al que llamamos espacio y que consideramos vacío, lo llenamos dinámicamente, creando referencias que nos permiten movernos en él. Así, transformamos cada lugar en un sitio con una densidad que, al menos en apariencia, puede ser contada, medida y pesada. Este proceso nos lleva a construir lo que denominamos realidad. En este sentido, nuestra capacidad sensorial nos permite crear todo lo que aparece en una dimensión donde inicialmente no había nada. Damos forma al espacio, y éste, con su cualidad adaptativa, nos permite también tomar forma dentro de él, sin condiciones.
Esta concepción del espacio como un medio para percibir todo lo que lo llena se basa en la idea de que cualquier forma está separada de otra por un espacio intangible, imperceptible a nuestros sentidos. De este modo, el espacio se percibe como un elemento que separa las cosas, haciéndonos sentir que cada forma es distinta de las demás. Esta percepción consolida nuestra visión de los objetos, las formas y los seres, reforzando la idea de que cada uno existe con límites propios dentro de un espacio vacío, como si cada objeto tuviera un principio y un fin.
Las consecuencias de vivir con este modelo de construcción de la realidad, que percibe la materia como algo sólido y objetivo, pueden ser significativas. Nos lleva a creer que somos seres independientes, con características únicas e individuales, lo que a su vez nos impulsa a destacar esos rasgos distintivos para acentuar nuestras diferencias respecto a los demás. Esta necesidad de resaltar nuestras diferencias tiende a reforzar la percepción de un espacio que separa y define más claramente lo que nos rodea.
Sin embargo, este enfoque en la materialidad enfrenta un desafío: la forma, por más que intentemos mantenerla estable, cambia constantemente. No puede permanecer inmutable en ese espacio supuestamente vacío que nos separa y nos diferencia unos de otros. Esto nos obliga a considerar otro aspecto esencial: la impermanencia. Las formas dentro del espacio, que consideramos vacío, están en un cambio continuo. A las tres dimensiones que nos permiten conocer las formas, se suma el tiempo, que nos coloca frente al momento en que algo toma forma, y nos exige considerar la dimensión temporal para reconocer que lo que es, lo es solo en ese instante. La forma es efímera y requiere del tiempo para dotarla de una característica de realidad, aunque sea una realidad provisional y solo válida en la dimensión en que es observada.
La manera en que habitualmente nos relacionamos con la forma, el espacio y el tiempo, con una visión de la realidad como algo objetivo y permanente, es probablemente una fuente significativa de sufrimiento y miedo. Vivir tratando de evitar el cambio es intentar eludir algo consustancial a la vida. Mantener referencias que nos permitan movernos con seguridad en un entorno de cambio constante puede ser útil, pero siempre debemos reconocer la impermanencia de todo y comprender que las referencias son creaciones nuestras, destinadas a darle sentido y dirección a nuestra intención.
En lugar de concebir el espacio como algo que nos separa, podríamos beneficiarnos al percibirlo como un elemento que nos conecta. Esta conexión permite establecer vínculos en niveles esenciales y comunes de todo aquello que solo reconocemos en su aspecto material. Cualquier forma es solo un estado transitorio en un instante en que el tiempo nos permite percibirla a través de nuestros sentidos. En realidad, el espacio que consideramos vacío está lleno de todo lo que podría ser percibido en un momento dado. Como seres orgánicos, estamos constituidos por partículas que se entrelazan para formar estructuras definidas y cambiantes. Cuanto más profundizamos en el reconocimiento de estos constituyentes fundamentales, más encontramos fragmentos con características similares, en los cuales toda forma puede estar contenida. Aunque nos diferenciemos físicamente por aspectos como el color, la edad o la complexión, si exploramos los componentes fundamentales, veremos que todos estamos compuestos por partículas simples, compartiendo una esencia común. Ese todo contiene cada unidad, y cada unidad está contenida en el todo. El espacio no está vacío, la forma no existe de manera aislada. Todo está conectado y formamos parte de un vasto océano de ondas donde se manifiesta lo universal, y en cada gota de ese océano, todo está presente. Somos nada y somos el infinito. Si logramos conectar con ese espacio que llamamos vacío, nuestra forma impermanente puede disolverse, trascendiendo todo lo que nos limita, para dejar de ser y volver al Ser que siempre hemos sido.
Ese lugar intangible, es el escenario en donde se manifiestan las experiencias que nuestros sentidos detectan para crear referencias y al mismo tiempo, es el lugar que nos conecta con la totalidad. Si logramos relacionarnos en ese espacio como un vínculo que nos mantiene unidos con todo, sintiéndonos como una parte de un todo común, cambiaríamos la individualidad por la solidaridad; la competitividad por la cooperación; el control por la confianza; el miedo por el amor.
Podemos, por un momento, pararnos y mirar todo lo que nos rodea que no soy yo. Y más allá, conectar con la nada, con todo lo que, siendo nada, nos hace formar parte de lo común. Cambiar la idea de separación por la de conexión y vivirla; en esa dimensión no tenemos límites.