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Como para gestar una vida nueva, veo ahora la necesidad de descansar, de cuidarme, de aprender el amor por donde más difícil me ha resultado siempre, por mí misma. En esto acepto, incluso agradezco el tiempo gratuito que me ofrece la enfermedad.

Las mañanas se escapan veloces, entre visitas y conversaciones, desayuno y comida, higiene, tratamientos, medicinas, teléfono. Rodeada de gente, acolchada de afecto y de flores.

Las tardes son distintas. Hay largos espacios vacíos. Sobre todo, ese tiempo que se supone debo dedicar a la siesta. Ahora que no tengo nada urgente, pero tampoco sueño, lo ocupo haciendo memoria de todas las cosas.

Mis recuerdos contigo ocupan una gran parte de ese tiempo. Vuelvo sobre ellos una vez y otra. Al fin me dí cuenta de que estaba buscando algo. Iba vagando inquieta de escena en escena, como un sabueso olfateando todo, como si hubiera una imagen concreta que pueda contener la clave de todo este misterio, la respuesta a todas las preguntas, algo que iba a dar sentido a este cuerpo tendido en esta cama.

He visto muchas veces lo agradable y lo triste, la primera pasión, el esfuerzo compartido, los cantos a dos voces, los proyectos, los hábitos comunes, los partos, las discusiones, las infidelidades, el tedio, las separaciones, las reconciliaciones. No encuentro nada llamativo en todo eso. Nada que no haya visto casi idéntico en las vidas de todas las personas que conozco.

Pero también hay cosas que siento singulares y propias, escenas en las que te recuerdo único, luminoso, irrepetible. Son como fotos de lo más verdadero, enmarcadas y puestas en mi altar interior, al lado de la vela y del incienso.

En la más fija de todas esas imágenes estamos atravesando un río de montaña. Teníamos como mucho 20 años. Yo temblaba de miedo y solo podía mirar el agua. Resbalaba a cada paso y no podía avanzar más.

Tú tiraste la mochila a la orilla y volviste a por mí. Me tendiste la mano sin hablar. Levanté los ojos y me enganché a tu expresión de firmeza y confianza. Una expresión nueva, que me borró el miedo de golpe. Me pareció que te conocía en ese momento, que antes no te había visto jamás. Entonces conseguí respirar un par de veces profundamente y luego dí el salto necesario para alcanzarte. Y llegué a la orilla sin caer.

Tanto se repite este recuerdo que me ha hecho pensar. ¿Qué había ahí? ¿Qué tenía de especial esa mirada tuya? ¿Cómo supo transmitirme el valor necesario?

Ahora la recuerdo y veo que aquella no era tu mirada, igual que la confianza que sentí no era mía. Algo más seguro y más fuerte que nosotros. Ni tú ni yo estábamos aún maduros para mirar así, para dar ese pequeño salto en el tiempo de 10 segundos y compartir la certeza de lo que iba a suceder.

Y es curioso. Algo tan sencillo como esto, tan poco importante y que tal vez solo sea una ilusión, se me presenta ahora lleno de gracia y de misterio, e incluso me parece que me ha dado la fuerza para seguir toda la vida buscando dentro de tí y de mí. Y que en mí tendrás siempre un espacio abierto. Y que esto me gusta y, en cierto modo, hace brillar la vida rutinaria y modesta que hemos compartido.

Como para encajar el flujo de mi vida y la tuya en un cauce más ancho, necesito recapitular estas pequeñas cosas para decírtelas mañana mismo en tu visita, ahora que aún pienso con claridad y puedo apoyarme en la gratitud más cierta de mi vida para saltar sola a lo desconocido.