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21/03/2020
Los ocho peligros

Introducción.

Al inicio de nuestro compromiso con un camino espiritual solemos sentirnos seguros y confiados, tanto por las enseñanzas que descubrimos y la lucidez que nos aporta, como por sentirnos integrados en un grupo, superando el aislamiento. Nos ocurre al profesar una religión propiamente dicha, y también en caso de descubrir la práctica de una disciplina en la que encuentren eco nuestras necesidades espirituales, como pueda ser el Yoga o el Tai-chi.

El problema es que imaginamos un camino firme y sólidamente trazado, y raramente lo es, como puede corroborar cualquiera que se haya arriesgado a embarcarse en la aventura espiritual. Hay niebla para impedirnos avanzar, agujeros en los que caer, callejones sin salida por los que perdernos. Y además, nunca partimos totalmente disponibles, con las manos vacías, ligeros de equipaje e inocentes. Aunque pensemos que hemos abandonado nuestras viejas costumbres y malos hábitos, nos las arreglamos para conservar al menos algún bagaje del pasado, por si acaso. Como tememos sentirnos desorientados sin lo que nos resulta familiar, arrastramos con nosotros nuestros apegos, aún reconociendo el sufrimiento que nos producen. Pero, inevitablemente, en algún punto del camino nos vencerá su peso, y nos daremos cuenta de que para seguir avanzando tenemos que examinar nuestra carga y descartar aquello que entorpece nuestra marcha.

Descubrimos nuestra propia carga, y también que no vamos solos en nuestra peregrinación. Al principio la amistad y el compañerismo nos pueden reconfortar. Pero pronto topamos con el desagradable hecho de que, pese a todo el amor y la compasión que pueda albergar nuestro corazón, a veces nuestros compañeros de viaje consiguen que explotemos. Nos hacen rabiar. No nos dejan en paz. ¿Cómo pueden hacernos eso, si siguen nuestro mismo camino? Cualquiera que haya vivido en una comunidad, de tipo espiritual o no, entenderá rápidamente a qué me refiero.

La cuestión es que el viaje espiritual nunca es bonito, ni tranquilo, ni falto de contratiempos. Está lleno de trampas y conflictos que nosotros mismos hemos creado y que se ponen de manifiesto en nuestras relaciones con el mundo exterior. Esta afirmación sólo sorprenderá a quien sea muy idealista, o a quien crea que su fe lo defenderá de los problemas básicos de la vida. Leyendo la vida de Buda vemos como después de su iluminación, cuando ya se le reconocía como el Iluminado, fue vilipendiado por su propio primo, que era presa de los celos - una de las emociones básicas de todo ser humano -. Y Jesús, el Hijo de Dios, fue traicionado por uno de sus apóstoles, negado por otro y finalmente crucificado. Creo que, independientemente de otras enseñanzas que puedan guardar, estos hechos muestran que seguir un camino espiritual no nos garantiza paz ni bendiciones, y que debemos estar preparados para encontrar todo tipo de dificultades por el camino. Y es bueno que sea así, pues enfrentándonos a los desafíos y obstáculos nuestra conciencia se agudiza y nuestros corazones se expanden.

Uno de mis primeros maestros, T.R., insistía tan hábilmente en ello que, a pesar de mi resistencia e ingenuidad, logró que captara el mensaje. Una y otra vez señalaba que cuando uno toma un camino espiritual, del tipo que sea, debe ser consciente de las muchas trampas que le aguardan, y saber que son tanto más sutiles y destructivas cuanto más avanzamos. El mero hecho de saberlo no basta para evitar caer en ellas. ¡A veces, tratando de esquivar un agujero caemos en uno aún mayor!. Pero al caer, alegrémonos en vez de quejarnos. Es la loca sabiduría del caminante: considerar que nuestro sufrimiento es la clave que nos permite crecer. Esto no quiere decir que corramos de cabeza a esas trampas, cosa que sería un mero envalentonamiento sin sentido. Pero si somos serios, sinceros, y estamos decididos a explorar a fondo el camino elegido, debemos prepararnos para caer una y otra vez. Es inevitable. Y cada vez que nos levantemos de nuevo, con los pobres recursos de nuestra conciencia y de un corazón abierto, habremos aprendido algo nuevo e importante.

Los ocho peligros trata de las trampas y obstáculos que normalmente se encuentran en el camino espiritual. Sus raíces descansan en las llamadas kilesas - miedo, ignorancia, violencia, deseo, resistencia -, energías confusas y subconscientes que radican en la parte oscura de nuestra personalidad. El ser consciente de ellas será una guía para reconocer lo que nos ocurre cuando nos hallemos en los parajes más difíciles y temibles del camino. Si llegamos a conocerlas bien, podremos asumir nuestra propia responsabilidad y dejar de achacar nuestras dificultades a los demás, ya que las generamos con nuestra forma de vivir, que proviene de nuestro karma. Además, si entendemos su verdadera naturaleza no nos dejaremos atrapar por ellas sino que, mediante las habilidades que desarrollemos con nuestra disciplina espiritual, transformaremos estas energías negativas en otras de crecimiento.

Estas notas nacieron de una serie de puestas en común mantenidas al final de varios retiros, en las que comentábamos cómo a veces todos nos sentimos confusos y perdidos, cómo los grupos pueden llegar a desorientarse y perder vitalidad y cordialidad, y cómo aparecen el conflicto y la negatividad sin que nadie sepa a ciencia cierta qué ocurrió. Pensábamos que todo esto tenía especial importancia en el entorno de supermercado espiritual y extraños cultos que brotan por doquier. Yo mismo, que durante muchos años he vivido en comunidad y he participado en grupos espirituales, he tenido ocasión de observar como pequeñas, y aparentemente inocuas, semillas de sentimientos negativos pueden acabar convirtiéndose en fuerzas destructivas que minen y dividan el grupo. Esto me ha enseñado que todos y cada uno de los miembros del grupo, y no sólo el líder, se ha de responsabilizar de estar permanentemente atento y lúcido.

Enumerar los peligros es tan sólo una ayuda para fijarnos en ellos y reconocerlos con más facilidad. Pero en realidad los colores tienden a entremezclarse. Por ejemplo, cuando hay orgullo y fanatismo aparecen también el temor y el odio. Y además de estos ocho peligros de la tradición tibetana, seguro que todos nosotros podríamos añadir alguno más de cosecha propia.

Como he escrito estas notas pensando especialmente en quienes practican Tai Chi y Meditación, no he entrado en aspectos de detalle de las prácticas que menciono. Espero no confundir con ello al lector que no comparta estas disciplinas.

Para acabar, pido fervientemente que este texto nos sea de alguna ayuda para darnos cuenta de las trampas que nos esperan, de forma que estemos preparados para reconocerlas y saber utilizarlas para crecer y continuar confiadamente nuestro viaje espiritual. Si podemos seguir nuestro camino con un corazón abierto y amable contribuiremos a un mundo más alegre y pacífico.

1. El león: orgullo

Hay quien puede dudar que el orgullo sea un obstáculo o una trampa, afirmando que es natural estar orgullosos de nuestros éxitos, de nuestros hijos y demás. Y quizá tengan razón. Pero con el orgullo del león tendemos a magnificar estas actitudes. Si examinamos de cerca este noble sentimiento encontraremos las raíces del sufrimiento, pues en su base hay un apego, una expectativa. Podemos enorgullecernos de nuestros retoños, pero ¿qué sucede, por ejemplo, si nuestros hijos no siguen el camino que habíamos previsto para ellos? Muchos de nosotros hemos sufrido, víctimas de esta clase de orgullo paterno.

Además hay un orgullo espiritual: se da cuando estamos tan seguros de haber encontrado nuestro Dios, nuestro Guru, nuestro camino o nuestra práctica, que nos sentimos superiores a los que no lo han encontrado. Nuestro camino es el mejor, si no el único; incluso llegamos a compadecernos de los que han escogido otro. Y eso que hemos podido comprobar, a lo largo de la Historia, cuánta destrucción ha generado esta arrogancia.

El orgullo nace de la ignorancia, de la falta de conciencia que permite que el ego, ciego para si mismo, se infle. Cuando somos orgullosos no podemos escuchar los consejos ni las críticas, a menos que ensalcen nuestro ego o reafirmen nuestros puntos de vista y creencias previos. Cuanto más profundo es el orgullo, más nos ponemos a la defensiva y nos aislamos, llegando incluso a la paranoia. Entonces somos capaces de realizar las acciones más destructivas sin darnos ni cuenta. De este estado surge el aislamiento, la división, el conflicto. Los griegos ya vieron cómo esta pasión humana podía conducir a la tragedia: el drama de hubris, la dinámica de la ignorancia y la arrogancia... la caída -.

Lo contrario del orgullo es la humildad, que no es una cualidad que se pueda alcanzar meramente por la fe o las ideas. Supone un paciente proceso de desaprendizaje, que nos permita ir abandonando el arraigado hábito de vernos como el centro del mundo, y nuestras opiniones y actitudes fijas. El primer paso quizá sea reconocer el sufrimiento que nos causa esta actitud tan tensa y a la defensiva, a nosotros mismos y a los que nos rodean.

Creo que tenemos la suerte de que la disciplina del Tai-Chi, como la de otras artes marciales, nos proporcione una valiosa ayuda para desarmar nuestro orgullo y nuestra arrogancia. La primera vez que nos encontramos en una situación de lucha, ya sea un suave empuje de manos o un combate más fuerte, nos damos cuenta de cómo estamos a la defensiva, atrapados en la dualidad del ganar o perder. Lo que está en cuestión es la imagen que tenemos de nosotros mismos. Con esta tensión, existe el peligro de que nos hagamos daño de verdad. Pero poco a poco vamos cambiando, a medida que el entrenamiento nos enseña a ser receptivos más que agresivos, a estar atentos, a escuchar, a olvidar el ansia de ganar y a ser capaces de recibir las patadas y los golpes con ecuanimidad.

Todo ello, junto con las críticas que recibimos de maestros y compañeros, son lecciones de incalculable valor para descubrir la humildad y olvidar el orgullo y la rigidez, lecciones que pueden aplicarse a cualquier situación cotidiana. Así, llegaremos a sentir el alivio de no tener que estar defendiendo nuestro territorio constantemente, la alegría de relacionarnos abiertamente con los demás y el gozo de que nuestra vista alcance a mirar más allá de nuestra imagen.

2. El elefante salvaje: desvarío

El desvarío es la cualidad alucinatoria de la mente. Una vez tuvimos un invitado en Bangkok que fumaba demasiada marihuana. Un atardecer estaba sentado en el jardín, y a la luz menguante del crepúsculo, vio de repente nuestra casa -que era un palafito tradicional de madera - como un enorme elefante aleteando sus inmensas orejas. Nos costó un cierto esfuerzo sacarlo de su error y calmarlo.

Todos alucinamos de vez en cuando. El peligro empieza cuando nos quedamos colgados y el elefante parece real. Claro que nuestras alucinaciones pueden empezar siendo incluso agradables. Podemos tener delirios de grandeza. Pero antes o después aparecerá el miedo. No la súbita reacción física a lo inesperado, ni la constatación visceral del peligro inmediato, si no un estado de la mente que podríamos llamar proyección negativa con el que a nuestro alrededor todo se torna amenazador. Cuando caemos en este agujero negro toda nuestra vida puede teñirse de temor. Como nuestros pensamientos desenfocados nos impiden ver las personas y situaciones como son, proyectamos en ellas cualidades que en realidad no tienen, pero contra las que entonces nos vemos obligados a luchar. Es como creer que la sombra de la pared es un monstruo. Nos convertimos en víctimas de nuestros propios pensamientos. Imaginamos animadversión a nuestro alrededor. Si no la controlamos, la alucinación gana fuerza y arremete como un elefante salvaje, descontrolado y destructivo. La xenofobia y el racismo son dos típicos ejemplos de estados mentales de temor que pueden conducir a la violencia.

Pero no hace falta aludir a estas actitudes extremas para entender el poder destructivo del desvarío. En nuestra vida cotidiana podemos observar cuán difícil es ser sencillo y ver las cosas tal como son, cuán fácilmente nos creamos enemigos imaginarios y cuánto tiempo perdemos en luchar con ellos en nuestros diálogos interiores, en escenarios imaginados. Nos ocurre en todos los ámbitos de nuestra vida diaria, con nuestros compañeros de trabajo, en casa, incluso con nuestros allegados más cercanos y queridos. Y cuando desvariamos y perdemos el contacto con la realidad, es difícil que nos relacionemos abiertamente, con confianza y amabilidad.

Como la ilusión es una trampa de la mente, tenemos que desarrollar la capacidad de atrapar el patrón mental en cuanto empieza a formarse. Podemos hacerlo alimentando la conciencia que se desarrolla con la práctica de la meditación. Sólo así podemos deshacer nuestras proyecciones y entender cómo nacen. Gracias a la conciencia meditativa podemos empezar a dejar de identificarnos con los pensamientos alucinados y a entender su verdadera naturaleza, que es el vacío, de forma que poco a poco podamos recuperar la perspectiva y la lucidez.

Además de practicar sentados, debemos establecer una firme conexión con nuestro cuerpo para enraizarnos en la realidad presente y no perdernos en divagaciones mentales. Es lo que hacemos en Tai-Chi al practicar la Forma Lenta y cultivar el silencio en movimiento y la armonía de nuestro ser.

Desarrollando la conciencia sentados y en movimiento, arriesgándonos a relacionarnos con los demás y a comprobar si nuestros pensamientos corresponden con lo que en realidad pasa - me refiero, por ejemplo, a estar trabajando con un compañero en el empuje de manos-, podemos finalmente aprender a tratar con alguien o con una nueva situación sin concepciones previas ni prejuicios, libres de alucinaciones.

3. El fuego en el bosque: ira

Ésta es una trampa en la que caemos tan rápidamente que nos suele vencer sin que podamos gobernarla. El fuego en el bosque, prendido por una pequeña ascua, puede convertirse en un momento en un frente de llamas devastador . Y no estamos preparados para detenerlo. Mucha gente cree que basta un serio compromiso con el amor y la bondad para ser pacífico. Pero profesar la fe en el amor y la fraternidad raramente nos sirve de ayuda cuando salta la chispa.

Es importante entender que la energía de la ira surge en cada uno de los tres niveles de nuestro ser: cuerpo, corazón y mente - físico, emocional y mental -. A menos que estemos preparados para enfrentarnos con ella en estos tres niveles, nunca podremos vencerla. Los pensamientos bondadosos no bastan, pues cuando intentamos mantener una actitud amorosa para con los demás, ¿qué hacemos con la ira que nos tragamos, y que queda encerrada en nuestro cuerpo? ¿Dónde va, sino a sumarse al combustible que almacenamos en nuestro interior? Si no lo sabemos manejar, nos volvemos explosivos. ¡Ya hemos visto a lo largo de la Historia como somos capaces de matarnos unos a otros en nombre de nuestra religión, aunque esa religión nos enseñe que hay que amar al prójimo!

Saber manejar la trampa del odio y la ira es esencial para quien quiera seguir un camino espiritual, porque habrá muchos momentos en los que la sinceridad de nuestros buenos propósitos será desafiada, en los que nos encontraremos en desacuerdo y en conflicto, tanto con nuestros compañeros de viaje como con los que han seguido otro camino.

La violencia es un aspecto básico de nuestra naturaleza humana, y si no nos encaramos con ella, más pronto o más tarde se manifestará, cualesquiera que sean el camino y el maestro elegidos.

Para trabajar con la ira podemos empezar reconociendo que, al sentirnos amenazados, tenemos el instinto de reaccionar como un animal salvaje defendiendo nuestro territorio, y que este patrón de actuación está profundamente inscrito en nuestro ser. La cuestión es: ¿podría ser de otra manera? ¿Podríamos ir más allá de esta reacción primaria?

La belleza de las artes marciales radica en que nos proporciona una pauta para explorar el terreno entre la represión y la explosión de la ira que llevamos dentro. A través de estas disciplinas podemos llegar a entender la dinámica de nuestra violencia, que es el primer paso hacia nuestra curación.

El campo de entrenamiento nos ofrece un entorno en el que no hay porqué temer la expresión de nuestra frustración y negatividad. Esta expresión se produce dentro de unos límites bien definidos, que nos permiten trabajar con el miedo y la violencia sin dañar a nadie. Al mismo tiempo, nos recuerda constantemente el daño potencial que puede causar nuestra violencia. Son lecciones de incalculable valor. Reconociendo como prende el fuego y trabajando con él, aprenderemos gradualmente a manejarlo y a purificarlo de sus aspectos destructivos.

En fin, esto es todo lo que puedo decir. Muchos practicantes de artes marciales también afirman esto de boquilla, pero por desgracia pocos lo practican, lo que no deja de ser una lástima. El entrenamiento es una de las pocas ayudas de que disponemos para soltar conscientemente lo que reprimíamos en nuestro ser, y dejarlo respirar. De esta forma puede empezar la curación del odio y la ira, y el aprendizaje que nos lleve a canalizar nuestra pasión hacia la paz.

4. La serpiente: envidia, celos

No podemos cometer el error de infravalorar a la serpiente. (En Thailandia, una de las más mortales es la víbora de pecho verde que es pequeña, bella, de aspecto inofensivo, de un verde tierno como el arroz temprano.) Aparece cuando menos lo esperamos, de detrás de una roca, de un agujero del camino, o deslizándose desde la rama de un árbol. Su mordedura apenas se nota. De este mismo modo imperceptible, cuando estamos atrapados en la oscuridad de la envidia o los celos, nuestros pensamientos, acciones, palabras, sentimientos e incluso sueños se envenenan. Es como si algo estuviese apretando nuestro corazón o corroyéndolo. En muchas lenguas esta sensación se refleja en el habla popular. En tailandés se dice el corazón crece pequeño. En inglés, comerse el corazón.(En castellano, reconcomerse de envidia). En cualquier caso, todos hemos sufrido sus efectos.

El peligro se debe a la naturaleza insidiosa y socavadora de la envidia. Cuando aparece, hasta la relación más íntima y preciosa puede sufrir . Su veneno se puede detectar en la familia, en el trabajo, incluso en las comunidades espirituales. Cuando la envidia y los celos intervienen, hay una vibración particular en el aire. Las palabras se van cargando y hieren. La suspicacia y el tanteo continuo marcan el tono de la conversación. Y hay sufrimiento, ya seamos sujeto activo o pasivo de estas emociones.

Contra esta trampa es especialmente adecuado no luchar. Cuanto más luchamos contra los celos, más profunda se vuelve la oscuridad que nos rodea, hasta que nos envuelve totalmente. Es mejor cultivar dos cualidades positivas que ya albergamos en nuestro interior. La primera es la que en el camino budista se llama mudita o alegría empática. Es nuestra capacidad de alegrarnos por el bienestar ajeno, como hacemos cuando amamos a alguien. A través de la práctica de la meditación podemos aprender a abrir nuestros corazones y a extender esta energía a todo el mundo. Esto no resulta fácil, pero podemos conseguirlo al descubrir la alegría que nos embarga cuando dejamos de comparar y criticar.

La segunda cualidad, estrechamente relacionada con mudita, es la que los budistas llaman panya, que suele traducirse por sabiduría. Pero yo prefiero llamarla inteligencia natural, puesto que no se refiere a una mente erudita y sofisticada, sino a la capacidad en estado natural, como de niño, de ver la verdad a través de las apariencias. Esta inteligencia no se deja ofuscar por la vanidad; ve cómo queremos lo que no tenemos y sufrimos por apegarnos a ese deseo. Panya es una energía que nos da amplitud, nos ayuda a permanecer lúcidos y abiertos, y a ver más allá de las dicotomías de lo mío y lo tuyo, del éxito y el fracaso.

Estableciendo firmemente mudita y panya en nuestros corazones y en nuestras mentes, descubriremos que se le puede sacar el veneno a la serpiente. Cuando desaparecen la envidia y los celos de nuestros corazones, es como si se volatilizara una nube oscura y los colores volviesen a ser frescos y radiantes otra vez.

5. El ladrón: fanatismo

Esta forma de ceguera espiritual y religiosa está enraizada en el miedo, aunque pueda parecer que se debe a un exceso de seguridad en el camino elegido. El fanatismo nace cuando nos aferramos ciegamente a nuestras creencias, hasta el punto de sentirnos amenazados por las vivencias y opiniones de los demás. Entonces, como un ladrón, robamos a los demás el derecho a seguir sus propias creencias y prácticas. De un modo u otro, la humanidad siempre ha caído en esta trampa, que ha sido la responsable de torturas, guerras y masacres a gran escala. Durante siglos, los hombres nos hemos matado unos a otros en nombre de nuestra religión, aunque dicha religión predicase el amor. Esta contradicción no le importa a un fanático. Hoy en día, con toda nuestra tecnología de telecomunicaciones, que supuestamente trasciende fronteras, y con toda nuestra educación e información, el fanatismo es un problema más grave que nunca.

Podemos condenarlo, pero si analizamos nuestra experiencia veremos lo fácil que es convertirse en un fanático. Todos llevamos en nuestro interior esa semilla. Cuando el sentido del yo o del nosotros se cierra estrechamente alrededor de una identidad espiritual, es como si nos dejásemos robar nuestra inteligencia natural. Nos atrincheramos en posturas inamovibles, comparándolas con las de los demás y reafirmándolas una y otra vez. ¿Quién de nosotros no ha caído en esta trampa, en un momento u otro de su camino? Nos puede ayudar a salir de este bache un maestro hábil o un buen amigo, con amabilidad y sentido del humor. Cuando dejamos de sentirnos identificados con una etiqueta espiritual, podemos relajarnos y aceptar a quienes no comparten nuestros puntos de vista.

Pero por desgracia, también constatamos cómo la semilla del fanatismo puede crecer, y el mal que puede provocar. La identidad religiosa y el sentimiento de estar en posesión de la verdad que le acompaña son fácilmente manipulables: se intensifican y canalizan las nociones naturales de nosotros y ellos, que pueden volverse peligrosas, incluso psicóticas. Estamos entonces a un corto paso de montar una cruzada y cometer actos violentos en nombre de nuestras creencias. Estos actos pueden ir en contra de los demás o incluso en contra de nosotros mismos o de nuestros compañeros espirituales. Últimamente hemos visto, en diversos cultos a lo largo de todo el mundo, el fenómeno de suicidios rituales masivos que lo atestiguan.

La energía del fanatismo es compleja y difícil. Tiene mucho que ver con nuestra relación con la autoridad: la figura del padre, del sacerdote, del maestro o del gurú. La mayoría de nosotros llegamos al camino espiritual buscando, en primer lugar, el buen padre que nos acepte, sostenga, y haga desaparecer nuestras preocupaciones. Se entiende fácilmente, pues, que estemos deseosos de hacer cualquier cosa que se nos pida con tal de poder mantener una relación así. Me parece que la clave es ésta: desarrollar y nutrir el sentido crítico de nuestra conciencia y aplicarlo constantemente a nosotros mismos, a nuestros maestros, a nuestras prácticas y al camino que hemos elegido. Es lo que Buda afirmaba al final de su vida, insistiendo en que los monjes que le habían seguido no debían aferrarse a sus enseñanzas sino confiar en su propia luz interior como guía.

Creo que este acto de devolver el poder al discípulo es una de las cualidades del buen maestro, puesto que le deja margen para la flexibilidad y la responsabilidad. Esto no significa que debamos rechazar nuestro maestro o nuestro camino. Pero nuestro amor y agradecimiento no deben inducirnos a perder la conciencia ni la sabiduría de la relación.

Es posible coger una y otra vez al ladrón con nuestra conciencia. Esto es, cuando nuestra actitud se esté volviendo rígida y dogmática podemos observar qué es lo que ocurre: cómo surge nuestra necesidad de seguridad y de identidad, cómo nos lleva a pensar, actuar o hablar, cómo entonces nos volvemos torpes, temerosos, rígidos e inflexibles. En términos de la práctica del Tai-Chi, la curación empieza cuando aprendemos a recibir y a ceder nuestro terreno, a conocer la verdadera naturaleza del Yin, a entrar en el espíritu de la reverencia que está en el núcleo de todas las artes marciales tradicionales, y a integrar todo esto en nuestras relaciones habituales. Aprendiendo a abandonar la resistencia de nuestros cuerpos a través de la práctica, y a rendir nuestros corazones y nuestras mentes cada vez que saludamos, aprenderemos gradualmente a respetar a los demás y a apreciar lo que nos pueden enseñar en nuestro camino.

6. La prisión: codicia

Cuando estamos ávidos de comida, placer sensual o experiencias espirituales, nos encerramos en una visión de la vida en términos de ganancia y autogratificación. El problema no es tanto que sea difícil alcanzar lo que ansiamos como que, aún cuando lo consigamos, nunca es suficiente. Nuestra codicia nos convierte en adictos. En esto consiste la prisión. Los budistas llaman dukkha a esta imposibilidad de estar realmente satisfecho y contento. La codicia nos hace correr alrededor de las paredes de nuestra prisión buscando esa satisfacción imposible, mientras detrás de los barrotes siempre hay algo más atractivo, más interesante, más excitante.

Lo que guía la codicia es una especie de anhelo que empieza en la mente como una idea y luego se traslada rápidamente al nivel físico. Cuando caemos en esta trampa nos relacionamos con el mundo de un modo neurótico pues, aunque intelectualmente nos demos cuenta de que la satisfacción nos rehuye, no podemos parar de correr en pos de ella. Como necesitamos más, no somos capaces de estar completamente presentes en lo que vivimos. Estamos atrapados en una espiral, persiguiendo frenéticamente algo que pueda dar sentido a nuestra vida.

Es evidente el sufrimiento que hay en la rueda sin fin de la insatisfacción. Basta con pasear por unas galerías comerciales o por las calles más céntricas un sábado por la tarde para captar su energía. Pero el peligro de la codicia es que provoca algo peor que la insatisfacción. En la prisión de nuestra codicia queda poco margen para la verdadera amistad, que es desinteresada. Nuestras relaciones con el mundo se tornan materialistas: Te rascaré la espalda si tú me la rascas a mí. Y en nuestra continua persecución por acaparar más y más desechamos o destrozamos lo que encontramos por el camino, sin preocuparnos por las consecuencias. La codicia es la causa de que todavía haya gente en la miseria, a pesar de todos los recursos y riquezas de nuestro planeta; y es el motivo de que nuestro entorno natural haya sido sistemáticamente destruido en nombre del beneficio.

La codicia espiritual no es más sutil. Es el anhelo de ganancias a través de la práctica: poder, posición, riqueza y experiencias fabulosas. T.R. acuñó una bella frase para describirlo, Materialismo Espiritual. Para bien o para mal, vivimos en una época en la que hay una gran sed de espiritualidad. Quizá sea una reacción a la pobreza de las sociedades materialistas que hemos creado. En respuesta, ahora hay una floreciente industria de productos espirituales. Además de los caminos tradicionales, hay todas las técnicas de la New Age de sanación, terapia, autoayuda y un plantel de nuevas filosofías. Es bastante desconcertante topar con este mercado por primera vez. ¿Cómo escoger, si todos son reclamos positivos y, por ende, apelan a nuestra codicia?

Como yo soy codicioso, he tenido que luchar muchas veces en la prisión. He aprendido que sus paredes empiezan a disolverse cuando aprendemos a estar plenamente en el presente, y a degustar el simple gozo de quedarnos inmóviles y callados, de estar llenos de paz y silencio. Con la disciplina de sentarnos a meditar podemos dejar de correr y entrar en contacto con lo que realmente está ocurriendo. Poco a poco empezamos a distinguir entre la idea de estar hambriento y el hambre real de nuestro cuerpo; podemos entender cómo estamos atrapados en la dolorosa rueda de deseo y compulsión; podemos dominar nuestras adicciones. Al descubrir que el sentimiento de plenitud está precisamente aquí y ahora, nos acompaña en todo instante, podemos liberarnos de los patrones de codicia y aprender a vivir con auténtica generosidad.

7. La inundación: deseo sexual

Cuando nos arrastra la corriente del deseo sexual suelen flaquear nuestras afirmaciones morales y buenos propósitos. Nuestra sexualidad es una energía primaria y salvaje que, sea cuál sea nuestra ideología, apenas podemos contener. No es un mero impulso físico, pues involucra la totalidad de nuestro ser en los planos emocional, mental y genital.

El decir que el deseo es un peligro no es un juicio moral, sino una muestra de respeto hacia su poder. Reconocer el aspecto destructivo de la lujuria no significa despreciar la intensidad que las pasiones aportan a nuestra vida. Sabemos que son la fuente de nuestra vitalidad y creatividad. Pero hay momentos en los que el deseo nos inunda y nos sobrepasa con una fuerza incontrolable. Entonces puede desbaratar incluso nuestras relaciones más sólidas e íntimas, produciendo una confusión devastadora. Cuando sube el agua, el sufrimiento no queda confinado a dos personas sino que se desborda, afectando a todas las que están a su alrededor. Además de notar los efectos del deseo entre nuestra familia y amigos, también vemos que el comercio sexual ha conducido al abuso de mujeres y niños y ha causado una gran miseria en algunos países.

Para contener el torrente del deseo podemos construir diques con reglas de conducta, o atrincherarnos tras los muros de nuestras convicciones morales. A su manera, esta táctica puede funcionar. Pero, a menos que nos confinemos en un monasterio, con una disciplina claramente establecida y la constante ayuda de la comunidad, es un modo muy tenso de afrontar el peligro. Se necesita un gran derroche de energía para suprimir nuestra sexualidad, cosa que, además, puede conducirnos al sufrimiento, por la culpa y vergüenza que sentimos en caso de fallar.

La cuestión es si hay un modo de pactar con el deseo sin la tensión de tratar de controlarlo y, a la vez, sin caer en sus abismos. Creo que sí, asumiendo el riesgo de enfrentarnos cara a cara con él sin ignorarlo ni tratar de huir. Eso significa disponernos a conocer, clara y honestamente, la dinámica de nuestro deseo: cómo nace la atracción, cómo nos domina, cómo consigue obsesionarnos.

Igualmente importante es emplear nuestras habilidades. Con la práctica de la meditación cultivamos la quietud, que puede enseñarnos a parar, a amansar el agua sin dejar que nos hunda o arrastre. No se trata de construir defensas, sino de aprender a estar silenciosamente centrados, abiertos, inmóviles: el no luchar contra las olas nos permite disfrutar de su movimiento hasta que se va calmando. Esta quietud nos proporciona la confianza y la holgura necesarias para que la energía se aposente sin obstáculos, y sin que nos sintamos identificados con ella.

Cuando trabajamos con nuestro deseo es también fundamental practicar la apertura del corazón. El tomar contacto con su cálida amabilidad sirve de contrapeso a la violencia de nuestras pasiones. Desde el cariño es difícil tratar a los demás como meros objetos de nuestro deseo - o de nuestro temor o nuestra ira -. Con la mirada del corazón vemos como el deseo refleja nuestro sufrimiento y a la persona que nos atrae y arrastra como a un ser humano necesitado de amabilidad, cariño y respeto. A fin de cuentas, creo que este amable cariño, metta, es la cualidad que puede llevarnos más allá del deseo y permitirnos danzar con su energía sin hundirnos en su corriente.


8. Los demonios: la duda

La duda puede ser un gran obstáculo en el camino, una trampa en la que podemos caer en diferentes etapas de nuestro viaje. ¿Para qué practico? ¿Qué sentido tiene? No me lleva a ninguna parte. Por mucha fe que tengamos al principio, de vez en cuando la mente nos lanza pensamientos de éstos, que minan y amenazan toda nuestra vida espiritual. Muchas buenas personas han abandonado su camino debido a sus dudas.

La esencia de estos demonios es la capacidad de desestabilizarnos. Atacan en el punto más débil. Por ejemplo, quien elige determinado camino esperando encontrar paz y alegría, más pronto o más tarde, cuando la senda se vuelva escarpada, se encontrará a disgusto y dudará de su decisión. Una vez los demonios han empezado a cuchichear, su voz se va volviendo más fuerte e insidiosa. No hay una verdadera solución a las cuestiones que plantean. Así, aunque esa persona decida abandonar su práctica siguiendo las dudas de su mente, eso no significa que los demonios se hayan ido, pues entonces puede obsesionarse por si acertó o no, ad infinitum.

La duda se alimenta a sí misma. A veces los demonios van rondando por nuestra cabeza hasta que nos envuelven con un lazo que nos inmoviliza; entonces somos incapaces de decidirnos, incapaces de dar un paso para salir del apuro. En otras palabras, nos dejan sin fuerzas para movernos en alguna dirección, nos paralizan de forma más contundente que un veneno. Creo que a menudo esta es la raíz de la apatía y depresión que sufrimos en un mundo tan permisivo y lleno de posibles elecciones como es el nuestro.

No hay ningún modo en que podamos luchar con los demonios. Cuanto más batallamos con ellos más poderosos se vuelven. El modo más hábil de vencerlos es convertirlos en amigos nuestros. Cuando estudiaba con Dhiravamsa solía preguntarle qué debía hacer en caso de que apareciesen los demonios. Déjalos estar, decía. Ábreles tu casa. Dales la bienvenida. ¡Pero no los cuides ni alimentes! En otras palabras, prestemos atención a las voces de duda, escuchemos y agradezcamos lo que nos dicen, entendamos sus patrones, pero no entremos en un diálogo interior. No es fácil hacer esto. Dejar entrar en casa a huéspedes indeseables requiere paciencia y perseverancia. Y, durante una temporada, los demonios pueden volverse más dañinos y maliciosos, intentando provocarnos para que reaccionemos. Pero si persistimos en nuestra práctica se irán, como invitados a los que no hemos entretenido o alimentado.

Aprender a manejar de este modo la trampa de la duda no significa que no volvamos a caer en ella. Los demonios nos acompañarán a lo largo de todo nuestro camino. Pero familiarizándonos con ellos seremos capaces de reconocer su juego, y ya no podrán impedirnos avanzar. Al contrario, agradeceremos el desafío de hallarlos otra vez, sabiendo que nuestra resolución sale fortalecida de cada nuevo encuentro. Hay un dicho de la tradición mística cristiana que lo expresa sucintamente: Cuanto mayor es la duda, mayor es la fe.


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