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DE MIEDO Y AMOR, O NUESTRO ADAGIO INTERIOR
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La Tierra ayuna. De nosotros. De nuestra ignorancia. De nuestra agresividad. De nuestro poco respeto por ella. De nuestra voracidad. De nuestra aparente supremacía ante todos los seres que en ella habitan. De todos es bien sabido el poder curativo del ayuno. Así el planeta azul tarda poco en mostrar signos de regeneración evidentes, como agradeciendo ese gesto a las leyes universales de periodicidad que, cíclicamente, ponen las cosas en su sitio y equilibran lo que se desvía del plan.

Sin embargo, no ayuna del miedo que flota en el ambiente. Más bien se preña del mismo. Una energía que se multiplica de forma exponencial estos días de forzosa reclusión, alimentada inexorablemente por noticias inciertas y decisiones que no convencen, augurios de futuros terribles, amenazas de pérdidas a todos los niveles, carreras hacia la muerte traducidas en números que cada día consultamos para corroborar que seguimos inmersos en la ciénaga, y que aseguran que no saldremos de ella, al menos en breve. Perspectiva siniestra que nos hunde en el apocalipsis, bloqueando nuestra capacidad de reaccionar, poniendo en alerta máxima todos nuestros mecanismos internos de emergencia, y potencialmente privándonos de uno de los dones que más definen al ser humano: la capacidad de amar.

Dicen los sabios que solo existen dos emociones básicas: el miedo y el amor. Y que se interrelacionan a través de vasos comunicantes, de manera que el ascenso de una disminuye la otra. Ante un exceso de miedo, es fácil que se anule el amor.
Emoción predominante que en estos días se inyecta directamente en los hogares, para después sobredimensionarse a través de los juegos burlones y persistentes de la mente que la alimentan con predicciones anticipatorias que nos paralizan, impidiéndonos ver con claridad y manteniéndonos lejos, muy lejos, de la posibilidad de permanecer serenos y en calma.

Y en el trasfondo de esta losa paralizante está el profundo y arraigado miedo a morir. La no aceptación de lo que es. La no conexión con lo único permanente que ha sido concebido, que es la propia impermanencia. Miedo a morir porque nos hemos creado una imagen impuesta del horror que es sabernos mortales y tener presente nuestro traspaso y el de nuestros seres queridos. Cuánto desaprender nos falta respecto de esta creencia, y cuán necesario es instaurar una cultura del morir, que nos ayude a liberarnos de fantasmas preconcebidos y nos deje vivir la muerte como lo que es, el más sagrado de los procesos que experimentamos como seres. En el fondo, la tormenta de pánico desatada, que complica en exceso la situación y es causa de muchos más problemas que los inherentes a la propia enfermedad, tiene que ver con la imposibilidad de aceptar nuestra condición de seres finitos y perecederos.
Sería bueno, como humanidad, darnos cuenta de nuestra necesidad de conectar con la muerte, precisamente para conectar con la vida. Y así optar a reducir la ansiedad que nos produce la idea de morir, que en definitiva es el miedo a la idea de vivir, pues vivir implica estar muriendo constantemente para renacer a otras realidades.
Solo así entraríamos en sintonía con todo lo que es, empezando por nosotros mismos.

Solidaridad es una palabra virtuosa. Reiteradamente se nos recuerda lo remarcable de la solidaridad que mostramos los unos con los otros ante la catástrofe. Muchos son los que acuden a la llamada de la necesidad, en los lugares en los que se requiere, fruto de la reacción ante la enorme carga emocional que existe.
Sin dudar de la valiosa contribución de todos aquellos que se prestan así como voluntarios para cientos de actos que van a permitir sobrevivir a muchos, especialmente a los colectivos más vulnerables que siempre padecen con crudeza multiplicada las situaciones de excepción y de desestructuración, una mirada más clara nos enseña que, retirados en casa y formando equipo con nosotros mismos, la acción solidaria también es imprescindible, solo que en otra modalidad, acaso más transformadora, si cabe, que la acción social externa. Un aspecto que quizá nos permita alejarnos del espejismo de la separabilidad que inevitablemente se potencia ante tal avalancha de noticias amenazantes, advertencias y prohibiciones.

En la calle no se respira solidaridad. Las miradas no contagian, y en estos días no hay miradas solidarias en la cola de la panadería o de la farmacia. No hay saludos animosos, no hay buen ambiente cuando uno sale a proveerse de lo imprescindible y se cruza con otros que hacen lo mismo.
Tenemos miedo de intercambiar miradas, tenemos miedo de acercarnos, no sólo por el riesgo de contagio, sino también por el riesgo de que nos duela reencontrar al otro y darnos cuenta de lo alejados y alienados que estamos. La verdadera solidaridad procede de la compasión. Y no puede haber compasión hacia el otro sin antes desarrollarla hacia nosotros mismos. Compasión hacia quiénes somos, hacia nuestro propio niño que actúa así porque no sabe más, y se queja y se irrita y se envalentona para después acurrucarse entre las sábanas y despertarse en medio de la noche junto a un sueño inquietante, que le recuerda su propia vulnerabilidad. Y allí, desnudo de todas las máscaras que usa durante el día para ejercer, siente el más profundo dolor inherente a la existencia. Sabiendo que es un camino árido pero el único posible. Conectar con la verdadera ternura hacia uno mismo, y de ahí, directo, con la compasión hacia el otro.

La pandemia no nos destruye, más bien permite que nos reconstruyamos.
Apareció un virus, pero qué más da. Se nos envía de tanto en tanto un mensajero que adopta distintos disfraces, para que actúe de aparente chivo expiatorio sobre el que descargar la etiqueta de causa, porque sabe la Ley Universal, que nos ha creado, que necesitamos etiquetar y catalogar.
Sin embargo, poco importa el mensajero, comparado con el mensaje.
¡Qué ocupados nos tienen intentando luchar y vencer al mensajero!. Hasta que comprendamos que el mensaje es el profesor sabio, consciente de lo que necesitamos, que nos acompaña en nuestro sufrimiento, en nuestra caída, porque solamente desde ahí podremos resurgir. Y permite que nos duela, ya que mediante el arder del dolor quemaremos las impurezas que nos impiden evolucionar.
¿Podemos acaso sustraernos de nuestra condición de pertenecer a este momento, a este planeta, a esta humanidad, a esta Ley?

Este tiempo en casa no es una simple pausa. Más bien es un viaje solitario, el adagio de cada uno. Con un ritmo distinto del que llevábamos afuera, pero de intensa y extraordinaria actividad. A la búsqueda de un tesoro: nuestra mejor versión, para poder ofrecerla después al mundo.
Esa es la más preciada de las aportaciones que podemos hacer. Esa es la solidaridad que necesitamos.
Quizá así, realmente, desde uno mismo, el único territorio sobre el que tenemos potestad sirva esta crisis para impulsar ese anhelado cambio que está en boca de todos.

Mar López Sala
Abril 2020